Reproducimos el texto teórico El proceso de transducción escénica de María del Carmen Bobes Naves (Universidad de Oviedo, España) tomado de Biblioteca virtual Miguel de Cervantes (consulta: lunes 08 de abril de 2013) porque pensamos que un signo indiscutible de madurez en cualquier movimiento teatral implica la presencia y labor de un teatro de director que no se limite únicamente a traducir escénicamente lo que los autores escriben. Aunque nuestros autores teatrales aún se resisten a reconocerlo, ya está claro que un texto pre-escénico implica el teatro como potencia, como virtualidad [léase, Jorge Dubatti, Dramaturgia(s) y ampliación del texto dramático: una conquista epistemológica de la teatrología; si no funciona el enlace, lo pueden encontrar en los números anteriores de la revista digital dramateatro].
El proceso de transducción escénica
María del Carmen Bobes Naves
Universidad de Oviedo
La semiología ha conferido al estudio del teatro
unas posibilidades más amplias que las que tenía en el método histórico, en el
enfoque estilístico, en el análisis estructuralista, y en general en los
métodos formales, que, desde presupuestos y fines diferentes, coincidían en
centrar su interés en los signos verbales del texto dramático escrito, en sí
mismos o en sus relaciones textuales, intertextuales o contextuales.
La semiología del teatro, surgida en la Europa
central (Polonia y Checoslovaquia) a partir de los años treinta del siglo XX,
alcanza amplio desarrollo en la Europa occidental (Italia, Francia, España)
después de los años setenta. En principio, la semiología observa que el género
dramático utiliza en el escenario, además del lenguaje verbal, signos de
sistemas no verbales que se corresponden con las referencias de los signos
verbales indicados en el texto o propiciados por él, y, sobre todo, advierte
que el proceso de comunicación literaria que sigue el texto dramático hasta
culminar en la representación escénica, es diferente del que siguen los otros
géneros literarios. Después de estas primeras observaciones, la semiología
avanza en el análisis de texto dramático en todas las fases de su expresión y
manifestación y adquiere un gran desarrollo cuando se orienta hacia el análisis
de los sistemas de signos escénicos no verbales.
Las obras de Otakar Zich, Esthétique de
l'art dramatique. Dramaturgie théorique, y de Jan Mukarovski, An atempted structural analysis of the
phenomenon of the actor (1931 ambas), abren paso a las teorías
semiológicas de autores como el mismo Mukarovski en sus obras posteriores,
Veltruski, Honzl, Bogatyrev... De 1931 es también la primera edición de la obra
de R. Ingarden, Das literarische Kunstwerk, que a partir de la tercera edición incluirá un
artículo sobre «Las funciones del lenguaje en el teatro» (trad. esp.en Teoría
del teatro. Madrid. Arco. 1997), donde reúne las ideas específicas sobre el
teatro que había incluido en la obra general, y que resultarán básicas para la
semiología de la obra dramática.
Zich deja claro que el sistema lingüístico no es el
único sistema de signos utilizado en la obra dramática, y no es necesariamente
el más destacado; en la representación escénica intervienen en simultaneidad o
sucesivamente varios sistemas de signos entre los cuales se crea una tensión
comunicativa muy diferente de la que se deriva de la lectura, basada y
organizada exclusivamente por y entre los signos verbales; cualquiera de los
sistemas sémicos utilizados puede erigirse en el centro de las referencias para
organizar el sentido de la representación y de la historia y subordinar a los
demás sistemas, de forma parecida a lo que ocurre en el conjunto de los signos
de un sistema, si uno de ellos (el métrico, el rítmico, el metafórico, etc.)
organiza la lectura cuando se trata del sistema verbal en un texto artístico
que utilice estos signos: el comportamiento que se da entre varios sistemas de
signos es el mismo que se da en los signos de un sistema y es que uno de ellos
sirve de centro para organizar a los otros.
La fluidez y el dinamismo de la jerarquización de
sistemas sémicos propuesta por Zich, que se inspira en la teoría de la
«dominante» que Tynianov había formulado para el análisis del poema lírico,
supera el estatismo del que parten las interpretaciones metodológicas
anteriores, particularmente del enfoque estructuralista y abre muchas
posibilidades al análisis semiótico del texto dramático.
La otra idea básica desde los primeros años para la
semiología deja claro que una investigación dramática ha de tener en cuenta el
hecho de que el teatro es un género literario cuyo proceso de comunicación es
radicalmente diferente del que siguen la lírica o la narración. Los textos
literarios, incluido el dramático, se dirigen a la lectura, acto en el que
culmina su proceso semiótico de comunicación. El texto dramático, dirigido
también en una primera instancia a la lectura y cumple todas las circunstancias
y las fases de un proceso de comunicación literaria, pero además se prolonga, mediante
una transducción realizada por un lector, que se convierte en nuevo emisor de
un proceso desdoblado, intrínsecamente específico del drama, en una
representación escénica.
Además de los signos verbales (escritos) que el
drama tiene en común con la lírica y la narración y que se dirigen directamente
a la lectura (texto literario), el texto dramático contiene otros signos
verbales, también escritos, pues no puede ser de otra manera, si de un texto
literario se trata (texto espectacular), que diseñan una representación
virtual. Todos los signos del texto dramático se dirigen a la lectura, pero no
se agotan en ésta, se prolongan en una virtual representación. El proceso de
comunicación dramática se inicia en el texto literario y, a través de la
lectura intermedia, culmina en la representación escénica, la cual implica un
proceso de transducción, es decir, de interpretación o lectura y de nueva
expresión mediante varios sistemas de signos. La representación escénica
consiste en mantener los diálogos y dar forma visual y auditiva a los signos
del texto espectacular.
Hay que advertir que limitar el proceso a la
lectura o desarrollarlo en todas sus posibilidades no es una decisión a
posteriori de un director de escena, pues es una cualidad del texto dramático
que incluye como parte de su propio modo de ser una virtual representación. Por
tanto, el proceso de comunicación diseñado en el texto dramático es de una
primera lectura y una posterior transducción en signos escénicos, de una forma
o de otra. Y esta naturaleza específica del texto dramático es una cualidad en
él, no algo que se añade a posteriori, por obra de un director, que ve
cualidades para convertirlo en representación. El texto escrito como obra de
teatro confiere una doble naturaleza a los signos que utiliza en su expresión:
unos se dirigen a la lectura y además se mantienen sobre el escenario como
signos orales, y hay otros, los que construyen una virtual representación, que
no son realizados oralmente en el escenario, pasan al escenario por sus referencias,
mediante las cuales recrean un espacio dramático, un espacio escenográfico, un
espacio lúdico en el espacio escénico del teatro donde se represente, además de
indicar movimientos, distancias, gestos, maquillaje, vestidos, música, etc.
Esto significa que los son signos verbales del texto escrito, unos se conservan
como signos verbales, pero orales, en el texto escénico y otros se convierten
en signos no verbales sobre el escenario para crear una puesta en escena.
Es un hecho, por demás evidente: la persistencia
del diálogo escrito en escena, en realización oral, y la transformación de los
signos verbales en objetos y signos no verbales sobre el escenario (que por
estar allí se convierten en signos), parece olvidarlo la crítica y la teoría
dramática que opone texto a representación. El texto, la lectura y la
representación escénica constituyen tres fases sucesivas (expresión,
comunicación, comunicación dramática) de un solo proceso semiótico que puede
ser incompleto, si se para en una de sus fases, o llegar a sus máximas
posibilidades: puede haber un texto sin lectura (¡cuántos habrá!), un texto con
lectura pero sin representación (¡cuántos hay!), y puede haber textos que sigan
el proceso completo (los más felices, que también son muchos): texto, lectura y
representación.
El texto escrito implica un autor real y admite un
lector virtual, como cualquier proceso semiótico de expresión, siempre que esté
escrito en un lenguaje conocido; la lectura exige un texto, por tanto un autor,
y un lector que de hecho lo lea; la representación exige un texto, un lector y
un transductor, es decir, un lector que transforme su lectura en una
representación, partiendo de su propia interpretación del texto y con la
colaboración de actores, y además un público receptor, aunque puede pensarse en
una representación sin público. En este caso se repite la misma situación que
en el primer proceso: de la misma manera que podemos figurarnos la escritura de
un texto sin lectores, puede pensarse en una representación escénica sin público.
La teoría dramática tradicional estudia casi en
exclusiva el texto verbal (diálogo principalmente) y se ocupa generalmente del
estilo del autor o de la historia que cuenta, de modo que no hay diferencia de
enfoque crítico o teórico en el estudio del drama con el de la narración
(temática) o de la lírica (análisis de los valores estilísticos del discurso).
También era frecuente que el estudio del drama buscase las relaciones del texto
con las circunstancias de la vida del autor, señalando cómo los motivos
reflejan más o menos directa o simbólicamente episodios y eventos de su vida o
de su personalidad; se trataba de ver las relaciones del texto objetivado en la
escritura con el contexto social o cultural, a través del autor, o bien con el
contexto literario, en la llamada crítica de fuentes, que intenta señalar de
dónde proceden y cómo se articulan, en una disposición determinada, los
distintos rasgos, temas, motivos, o formas de otros textos y de otros autores
anteriores. Se trataba, en resumen, de determinar las relaciones que el texto
tiene con otros textos (intertextualidad), con su entorno social (sociocrítica)
y con su autor (psicocrítica, biografía, etc.).
Ya en el siglo XX se produce una reacción contra
estos modos y modas de analizar el texto dramático (también los otros géneros,
pero fundamentalmente el dramático) y la teoría intenta centrarse en los
recursos y formas específicas del teatro y lo hace no solamente para dar
testimonio de que existen sino también para verificar qué sentido crean en la
obra, es decir, para leerlas semióticamente.
Al identificar lo teatral en el texto dramático
escrito, lo que define al teatro como género, se parte inicialmente de negar
como «teatral» lo que tiene en común con los otros géneros literarios, pues,
como ocurre casi siempre, se fija lo específico en la diferencia, y se empieza
rechazando la palabra, el discurso verbal, porque es común a todos los géneros
y se intenta limitar la teatralidad a los signos no verbales. Desde el lado de
la creación se pretende hacer textos sin palabras y del lado de la
investigación se procura atender a todos los signos escénicos menos a la
palabra. Esto resulta una incongruencia porque incluso los signos no verbales
del escenario son previamente expresados mediante signos verbales, de modo que
una obra que ha renunciado a la palabra, como Acto sin palabras, de
Becket, sigue siendo un texto escrito; en realidad en el llamado «teatro sin
palabras» a lo que se renuncia es al diálogo, es decir, a los signos verbales
que normalmente se mantienen en escena, pero siguen escribiéndose los textos,
aunque sean reducidos a las acotaciones.
Teorías, como la de A. Artaud, que consideran a la
palabra como elemento distorsionante en el teatro y directamente antiteatral, y
que, por tanto, creen que debe ser eliminada de la escena a fin de potenciar
los signos no verbales (espacios, objetos, movimientos, figuras, sonidos,
etc.), son en realidad teorías antidiálogo, no antiverbales. Teatro sin diálogo
puede ser hecho, pero sin palabras difícilmente lo será, porque siempre se
recurrirá a la palabra escrita la fijación de los otros signos de sistemas no
verbales. En cualquier caso, un texto dramático reducido a las acotaciones,
resultará, sin duda, más limitado que el que utiliza el diálogo.
Si echamos una mirada a la historia de la teoría
literaria, podemos advertir que pocas veces se ha estudiado la obra literaria
en su totalidad, teniendo en cuenta todos las posibilidades y los aspectos de
sus formas y sentidos; y cuando se dice que cambia el horizonte teórico o la
metodología, en general lo que se hace es un desplazamiento del interés de un
aspecto a otro, porque se cree que literariamente tiene mayor relieve. Esta
actitud, tan frecuente y general en la historia de las ciencias, lleva
necesariamente a reduccionismos teóricos que se basan en escalas de valores
literarios excluyentes, o al menos jerarquizantes, y siempre subjetivas. Suele
ocurrir que en tales supuestos sale beneficiado uno de los géneros y quedan preteridos
otros: si la crítica es de tipo temático o contenidista (sincrónica o
diacrónicamente), el género más estudiado suele ser el narrativo; si un método
considera más literario el lenguaje que los motivos desarrollados, la crítica y
la teoría derivan hacia análisis formales métricos y estilísticos y suele
preferir como objeto más inmediato de su interés el género lírico.
El estructuralismo, método formal, que no cree en
las cosas sino en las relaciones entre las cosas, tratándose de un texto
literario, lógicamente tendrá como objeto inmediato de sus análisis las
relaciones entre las unidades del discurso (palabras, motivos narrativos y
dramáticos) y abandonará los crítica temática, la social, la psicológica, etc.
y mantendrá que los temas pertenecen al acerbo común del lenguaje, y no son
parte de los valores literarios.
Pues bien, cuando la semiología propone sus líneas
de análisis, el género de estudio más interesante resulta ser el teatro, porque
lo que caracteriza a los textos dramáticos no es el diálogo, que podemos
encontrar en la lírica y en la novela; no es tampoco la belleza formal, que es
aspiración común de todos los textos literarios, según los cánones que
prevalezcan en cada momento histórico o en cada movimiento estético; lo
específico del texto dramático es el proceso semiótico que sigue, en dos fases
(comunicación y transducción) que culminan en la lectura y en la
representación, y el uso en simultaneidad de varios sistemas de signos en el
escenario, los dirigidos al oído (signos verbales y algunos no verbales, como
la música y el sonido) y los dirigidos a la vista (signos no verbales, todos
ellos visuales).
La semiología ha abierto unas posibilidades nuevas
para la teoría dramática y para la crítica teatral, y lo ha hecho en los dos
sentidos en los que el texto dramático tiene su especificidad: l) en el estudio
de los sistemas de signos escénicos no verbales, que nunca habían sido
estudiados antes como unidades artísticas significantes y con valor pragmático
(remiten a situaciones históricas, éticas y estéticas), y 2) en el análisis de
ese proceso semiótico de comunicación en dos partes. En tal proceso, el diálogo
(signos verbales) permanece desde el texto escrito hasta la representación,
cambiando de la forma escrita a la verbalizada; el texto espectacular se
manifiesta primero como signo verbal y es sustituido en escena por su
referencia.
El texto dramático se caracteriza fundamentalmente
porque es un texto preparado para la representación, frente a la lírica o la
novela que, orientados y destinados a la lectura, individual o colectiva,
completan su proceso de comunicación en ella. Aunque hay textos líricos o textos
narrativos que se han representado, ha sido después de una preparación ad hoc, ya que éstos dos géneros no tienen un texto
virtualmente representable, que exija un proceso de comunicación escénica. Su
proceso semiótico se agota en la lectura, y sólo si se les añade un texto
espectacular, pueden alcanzar la representación sobre un escenario.
El teatro comparte con la lírica y la narración una
forma de proceso semiótico, que lleva del autor al texto y de éste al lector;
la segunda parte de su proceso de comunicación, el que llamamos proceso de
transducción dramática, aproxima el teatro a otra manifestación artística,
también narrativa, el cine, ya que tanto la representación escénica como la
expresión fílmica son procesos de transducción, que parten de un texto escrito:
la obra de teatro o el guión cinematográfico.
Vamos a referirnos a la transducción dramática y
vamos a hacerlo sobre un texto corto de Valle Inclán, para ejemplificar los
límites del texto literario y del texto espectacular, de la lectura y de la
representación y para comprobar qué función debe asumir el director de escena
que, a partir de una lectura del texto, da forma escénica a una historia y la
contextualiza en unos espacios escenográficos y lúdicos.
Cuando el director dispone el escenario sabe que,
al levantar el telón y antes de que los actores empiecen a hablar, se producirá
una comunicación que va de la escena a la sala, a partir de la propuesta que
hace el espacio escenográfico con todos los signos que lo configuran. Los
objetos, los ruidos, las luces, las distancias y los posibles cambios que
pueden darse en aquellos signos que no son estáticos, y se van presentando en
sucesividad, suscitan la puesta en marcha de un proceso interpretativo por
parte del público, que activa su capacidad interpretativa a través de los
signos que se le ofrecen a la vista y al oído, y se inicia así el proceso
denominado«diálogo primario» (D. M. Kaplan, La
arquitectura teatral como derivación de la cavidad primaria, 1973). En
conjunto podemos decir que se trata de un proceso semiótico que prepara la
comunicación dramática y la enmarca en una relación que se basa en el pánico y
en la agresión. Al público se le ofrecen unos espacios escenográficos llenos de
signos cuya clave interpretativa todavía desconoce: no sabe qué es lo que está
en escena y, sobre todo, no sabe cómo derivará; ve cosas y personas que están
quietas o se mueven, que se acercan y se alejan, que se ponen de frente o de
espalda, que actúan como si no hubiera público (cuarta pared) o que se colocan
de frente al público siguiendo una técnica de retablo; oye música y ruidos y
espera que se inicie el diálogo entre los actores. Un director que juegue con
el público, pondrá en escena signos ambiguos o signos desconcertantes que
desasosiegan y, a veces irritan, al público, porque no sabe interpretarlos, o
no le sugieren cómo va a ser la historia que seguirá, no les ve sentido, aunque
será inevitable que trate de hacerlo. La situación de pánico que sienten los
actores antes de iniciar la representación es paralela a la expectación que se
apodera del público ante los primeros signos que descubre en escena y a los
cuales no puede dar una interpretación segura. La lectura que el público hace
en este primer momento de oferta escénica, puede verse confirmada o rechazada
por lo que luego seguirá en la obra y formará parte de la lectura total del
texto representado. La responsabilidad semiótica del director se inicia, por
tanto, desde el momento en que se levanta el telón.
El texto dramático le ofrecerá, aparte de un
diálogo que debe ser realizado en escena con todos su contexto paralingüístico
(entonación, timbre, ritmo), kinésico (el diálogo se realiza como lenguaje
vivo, en presencia, cara a cara) y proxémico (en relación con otros sujetos que
estén en escena, a una distancia determinada, con aproximaciones y
alejamientos, en situación de frente o de espaldas, etc.), y generalmente con
unas acotaciones iniciales donde se precisen las coordenadas de espacio y
tiempo de la historia y que han de ser ofrecidas en escena mediante sus
referencias que se convierten en signos no verbales.
Para ver qué aspectos deben ser tenidos en cuenta
en la puesta en escena, revisaremos todo el proceso de comunicación dramática
del texto literario y del texto espectacular en una pequeña obra de Valle
Inclán, Sacrilegio, que forma con otras cuatro el Retablo
de avaricia, la lujuria y la muerte. Podremos comprobar la necesidad de que
el director de escena siga un proceso de transducción que consiste en leer el
texto dramático y realizar el diálogo en forma verbal sobre el espacio
escénico, y convertir a éste en espacio escenográfico según las indicaciones
del texto espectacular en sus referencias. El director tiene libertad a la hora
de dar forma verbal a los diálogos y puede aconsejar a los actores según le
parezca que deben ser dichos, pues elige siempre entre varias posibilidades de
escenificación sugeridas por un texto, que por ser literario (artístico)
permite varias lecturas, y está obligado a decidirse por una que sea coherente
con las que van diseñando los sucesivos pasajes y que conocerá con la lectura
del texto completo. Sólo cuando se completa la lectura y la subsiguiente
escenificación, se podrán perfilar las funciones que corresponden a los signos
que forman el texto dramático completo: la lectura global ofrece los indicios
para las escenificaciones parciales en cada momento de la secuencia
representada.
En algunas escenas el texto ofrecerá varias
salidas, entre las que el director debe elegir una y aún pueden encontrarse ejemplos
en los que el texto no ofrece ninguna salida, pero hay que salir y, por tanto,
buscar salida, operación que compete al director y le permite márgenes de
creación amplios. Todas estas posibilidades se encuentran en la práctica
escénica, aunque sea para un texto tan corto como el que vamos a analizar.
Con vistas a las posibilidades de escenificación y
teniendo en cuenta el mayor número posible de indicios que forman parte del
texto espectacular, podemos empezar por el título, y advertimos que Sacrilegio forma
parte de un conjunto de cinco obras reunidas bajo el título común de Retablo
de la avaricia, la lujuria y la muerte. El título puede común ser leído
como texto espectacular y también como texto literario. A pesar de su brevedad,
y referido a las cinco obras que acoge, admite dos interpretaciones: una
dirigida a la representación escénica, pues alude a una posible técnica de
retablo, con personajes que estén siempre de frente y que hagan movimientos más
o menos ritualizados y expresiones salmodiadas; la otra lectura estaría
orientada hacia una temática común de vicios y muerte, que se ofrece con
variantes en las cinco obras y que, según nos parece, interactúa de unas obras
a otras: en todas hay vicios de lujuria y de avaricia, todas terminan en muerte,
y todas reiteran la relación que hay entre el pecado y la muerte: en La
rosa de papel, la avaricia y la lujuria desatada de Julepe conducen al
incendio de la fragua y a la muerte; en Ligazón la avaricia de
la Ventera y de la Vieja Raposa, la lujuria del Bulto de manta y retaco o la
del Afilador, llevan a un desenlace de muerte, y así todas las demás. Como ejes
temáticos constantes en el Retablo los signos de avaricia,
lujuria y muerte adquieren un relieve especial en la representación.
Otro tanto encontramos en el título y subtítulo
propios de la obrita que analizamos, Sacrilegio. Auto para siluetas,
que apunta a un contenido religioso (en los términos «sacrilegio» y «auto») y a
una forma de espectáculo («teatro de siluetas»), aunque este segundo aspecto también
podría referirse a una forma de entender a los personajes, que no alcanzan
categoría humana, y sólo son siluetas (en relación con el contexto literario
que proviene de otras formas de teatro cercanas: teatro de sombras, teatro
deshumanizado, marionetas, títeres, etc.), con lo que también afectaría a la
manera de representar y estaría en relación con el texto espectacular. No
podemos olvidar que cada una de las formas de escenificación (con hombres, con
títeres, con sombras; autos, pasos, entremeses, comedias, tragedias, etc.)
condicionan o modelizan tanto la historia como el espectáculo: la tragedia y la
comedia no admiten sobre el escenario la extrema crueldad o la extrema
desvergüenza que está permitida a los entremeses, por ejemplo: El viejo
celoso es considerada una de las obras más atrevidas del teatro
universal (Grillparzer) y puede permitírselo por la modelización del género al
que pertenece, el entremés, que resolvía con palos e histriónicamente cualquier
tema, en busca de la risa inmediata. Cervantes no es tan directo en El
celoso extremeño porque el género novela no lo consentía. Pero sigamos
con el texto escrito, en sus aspectos literario y espectacular y sus
consiguientes lecturas y escenificaciones posibles.
El espacio escenográfico está diseñado en la
primera de las acotaciones, que resulta bastante extensa, pues ocupa casi una
página. El dibujo del lugar donde transcurrirán los hechos, se hace como una
descripción, siguiendo la tónica frecuente en Valle Inclán: convencionalmente
el autor es un observador que da testimonio de lo que está ante sus ojos; se
sitúa frente el escenario, como un espectador más, y describe lo que ve,
dándole a la descripción una forma lingüística en la que abundan las metonimias
(sésamo por cueva; sombra por hombre) y las metáforas y personificaciones
(negro y rojo tumulto por rojas y negras llamas; el añil esmalte estremecido de
tornasoles por el agua tersa, azul con tornasoles rojos que parecen un temblor,
etc.).
El director que se encuentra con este texto
espectacular como indicaciones para dar forma al espacio escenográfico, recibe
información sobre colores, luces en torbellino y sombras, aguas y teas, arcadas
y cuevas; recibe informaciones indirectas sobre los personajes, cuyo traje o
aspecto en general no se describe, pero ha de vestirlos y caracterizarlos como
caballistas; se dice que están haciendo un ruedo donde discuten (un capítulo),
lo que informa al director de que hay un sonido no articulado o al menos no
distinguible como discurso verbal, pero perceptible; se dice que llega un
personaje, al que las acotaciones presentan con cuatro pinceladas sueltas,
según la manera en que el estilo verbal impresionista construye a sus
personajes: achivado, zancudo, barbas capuchinas, muchos escapularios,
sayal de ermitaño; no es una descripción completa, como la haría un estilo
realista que acumula informaciones sobre la apariencia física, sino que se
destacan cuatro notas para caracterizarlo por las que lo definen y a la vez lo
caricaturizan, y generalmente son defectos que dan más personalidad que los
rasgos normales, corrientes. Cuando se destacan unos rasgos frente a otros,
incluso aunque sean normales, se rompe el equilibrio de la descripción y se
sobrevaloran unas partes que se hacen específicas o características de ese
personaje, es decir, lo individualizan en el conjunto de los personajes. El
Padre Veritas, que es el personaje que llega, resume su ser en esos adjetivos
presentadores: achivado, zancudo, con barbas capuchinas, y realizará su función
de confesor en la historia del Sacrilegio.
El nombre, Padre Veritas, preside la descripción y
tiende un enlace semántico al tono religioso del título y del subtítulo,
reafirmando la lectura en ese sentido. Tanto en las acotaciones que siguen como
en los diálogos, son continuas las alusiones a los ritos, a las figuras, a la
vida religiosa, desde una fe ruda y rudimentaria que oscila entre la
ignorancia, la falta de respeto y un oscuro temor. Tanto el Padre Veritas
cuando se ve reflejado con su corona en el agua, como El Sordo de Triana cuando
se mete de lleno en la confesión, sienten ese temor, y los otros caballistas
parece que no las tienen todas consigo. La representación que corresponde a los
actores ha de tener en cuenta que no todo es burla y que la risa está muy
mediatizada por unos nervios que terminan disparando y matando al pobre Sordo
de Triana.
Todos los datos que se suceden como información
para poner en escena personajes y ambientes que respondan a la teatralidad
diseñada en el texto espectacular, son apuntados en el texto escrito y deben
ser realizados por el director, que dispone de un margen bastante amplio para
su lectura e interpretación: ha de decidir cómo da forma a ese tumulto de luces
y sombras, a esa topografía de cuevas y charcas, a esos personajes que son
caballistas y discuten en ruedo y a ese nuevo personaje que llega, y cómo puede
conseguir que el espectador lo vea achivado, zancudo y con barbas capuchinas.
La forma en que esta descripción se objetiva, o se sustituye por otra que no
haga disonar al personaje en la historia, es cosa del director, de su libertad
creadora. Y aquí radica el proceso de transducción: en la necesidad de
presentar visualmente lo que se describe con palabras que, por lo general, no
son de definición ostensiva, sino que son valoraciones, interpretaciones del
aspecto, de formas, de colores, de relaciones, etc.
Todo esto se plantea antes de que se abra el
diálogo y para que el público conforme su propia historia antes de que la obra
comience con la suya. Ya sabemos que el ambiente es el de unos bandoleros,
sabemos que discuten, que es de noche, que estamos al aire libre. No conocemos
nada de la historia, y sólo sus coordenadas cronotópicas, pero ya podemos a
figurarnos cómo será la historia, o al menos podremos rechazar algunas que en
ese ambiente serían inusitadas: no estamos, por ejemplo, ante una comedia de
salón, o ante un drama rural. El cuadro, más o menos estático, empezará a
cobrar movimiento escénico con la palabra de los actores, que irá construyendo
la historia.
Cuando se inicia el diálogo no se dan explicaciones
sobre la prehistoria; el recién llegado trae el mensaje de un condenado a
muerte (si se está en darle mulé) al que, según los cánones que rigen
las relaciones de los bandoleros, hay que concederle una última gracia. La
discusión sorda y distante, se acerca por medio de un diálogo en cuyas
intervenciones se manifestarán reacciones variadas, modos de ser y maneras de
juzgar de todos los que constituyen esa tropa de cinco caballistas y su
capitán, porque el diálogo no sólo construye la historia, sino que además
construye a los personajes. La proxémica deberá señalar el enfrentamiento entre
el condenado y sus jueces, a veces lo hará destacando a uno de ellos, otras
veces se turnarán en sus apreciaciones uno tras otro.
Nuevas acotaciones sirven para presentar al
condenado, El Sordo de Triana, descrito también en estilo expresionista que
destaca los rasgos de su caricatura: vejete flamenco, tufos de ceniza,
patas de alambre, un chirlo de oreja a oreja, magra figura. De nuevo, el
Director de escena ha de interpretar estos enunciados metafóricos y completar,
sin graves disonancias, el conjunto de una figura, que se complementa con
acotaciones descriptivas que pueden facilitar la elección de las referencias: dos
vueltas de cadena al cuello, esposas en las manos y apretada a los ojos una
venda.
Parece difícil dar forma escénica a la expresión,
también referida al vejete, terne actitud de rufo garitero, pues
¿cómo se objetiva en una figura humana la actitud terne de rufo garitero?
Estamos ante un texto literario con ambigüedad semántica, de modo que cada
lector lo interpretará en el conjunto según pueda, pero también estamos ante un
texto espectacular, tan ambiguo como el literario (por ser también artístico),
que puede ser objetivado en escena de muchas maneras, dependiendo de la idea de
«rufo garitero», o de «actitud terne» que tenga cada uno de los directores que
pongan en escena esta obra.
Más adelante el texto dará nuevos datos
retrospectivos sobre la posición del condenado cuando antes de confesarse dice
que «sería bien que me bajases de este nicho, para hacer arrodillado la
declaración de mis culpas». En todo caso, es preciso leer toda la obra para dar
a cada figura la apariencia desde el principio, y por alguna forma hay que
decidirse, y aquí entra la función obligada del director como sujeto de la
transducción teatral. El público de la sala, que no tiene acceso a las
acotaciones, aceptará la propuesta del director, y éste, con la libertad posible,
se moverá en los límites del texto, pues no va a presentar al Sordo vestido de
etiqueta o como el labrador más honrado.
Confirma, pues, el texto dramático, la existencia
de un texto literario y de un texto espectacular en todo su discurso desde el
título hasta el diálogo y las acotaciones. La función del director de escena se
mueve con amplios márgenes de creatividad interpretativa para dar forma a las
descripciones y presentaciones, sean en el estilo que sea, del texto escrito, y
a la vez confirma que el proceso de comunicación dramática se basa en la
duplicación de un proceso semiótico de comunicación (autor-obra-lector),
seguido de un proceso semiótico de transducción (lector / director
-representación-público).
El proceso de comunicación que inicia el autor, y
puesto que lo expresa mediante un texto literario, permite lecturas diversas
que afectan a la historia, a los personajes, a todos los sistemas de signos
tanto verbales como no verbales, integrados en una creación artística. El
proceso de transducción, que compete el director, implica una lectura, que
condiciona y limita una expresión espectacular artística, y también ambigua,
que cada espectador leerá a su modo.
Los diálogos sugieren también, por su ambigüedad
expresiva, alternativas de interpretación escénica, puede verificarse en el que
sostienen Carifancho y El Sordo de Triana: no queda claro si se trata de un
auténtico diálogo de sordos, en el que cada uno interviene sin tener en cuenta
lo que dice el otro, o se trata de una actitud que adoptan los interlocutores,
aunque oigan; Carifancho sólo quiere hacer gracia, hablar en broma y el vejete
le contesta con exclamaciones que muestran su actitud terne, y para ello no es
necesario que haya oído lo que su interlocutor ha dicho: para que diga lo que
dice basta con que vea (no que oiga) que se dirige a él, y aunque una venda le
cubre los ojos, el vejete sabe que tiene al lado a Carifancho; o no lo oye o no
lo tiene en cuenta, porque no sigue el tema, y el diálogo no avanza, sólo
reitera el enfrentamiento. El director, y acaso los actores, si entienden el
texto y no se limitan a recitarlo, pueden darle un sentido u otro. Más adelante
El Sordo advierte que oye mejor de una oreja que de otra y, por tanto, el actor
que hace de Carifancho puede darse por enterado o no, hasta que se lo descubre
el Sordo.
El diálogo se generaliza en las escenas siguientes,
y una curiosa «estrategia escénica» permite al autor reconstruir, al menos en
parte, la prehistoria que no había dado anteriormente, y que el público necesita
como información previa para entender la historia. Los caballistas mantienen un
diálogo que no es tal, sino la ilustración de las actitudes de admiración o de
indignación que ha producido el vejete aguantando el tormento a que lo han
sometido para que cante la traición que, según suponen, les ha hecho. Los
caballistas exponen su filosofía para justificar la sentencia de muerte a que
han condenado al «soplón», y alguno manifiesta dudas. La ironía y la lógica que
utiliza la retórica de Vaca Rabiosa es secundada por El Sordo de Triana y por
todos los demás con sus risas, en un ambiente festivo, que parece extraño en un
caso de condena a muerte y inminente ejecución. No se explicaría este tono a no
ser como un efecto de mediación del género «teatro de siluetas» sobre la escena
y sus diálogos, porque el condenado y sus jueces no son personas, son
simplemente siluetas, y el que va a morir no es un hombre, es una silueta. No
es humor negro, es humor de títeres.
La historia no puede ser más sencilla en sus funciones:
Traición-Juicio-Muerte. Y así se plantea y así se desenlaza, y sin embargo la
Muerte no es el efecto causal de las funciones. Muere El Sordo de Triana
ejecutado por el Capitán de bandoleros, pero muere por sus palabras, para
evitar que conmueva a los bandidos. La tragedia que tan nítidamente muestra sus
pasos, se desvía en sus motivaciones, sin alterar un ápice de la secuencia
prevista. Hay un quiebro que el director debe subrayar, si es que lee el texto
y le da el sentido religioso que planea sobre todas las unidades narrativas,
dramáticas, actanciales y cronotópicas: se dispone una salida, y por caminos no
previstos se llega a ella, la muerte acecha detrás de la lujuria y detrás de la
avaricia de esos personajes simples que se convierten en siluetas de los vicios
y constituyen un retablo de avaricia, lujuria y muerte.
El tono de farsa de siluetas se impone y el
director de escena deberá tenerlo en cuenta para dar forma escénica armónica al
conjunto. El sacrilegio, la farsa de la confesión, desenlaza la tragedia,
después de que la última escena se convierte en relato: es la terrible
autobiografía de El Sordo de Triana, que no ha perdido su sentido del bien y
del mal, y la cuenta en su confesión al padre Veritas y es oída por toda la
tropa de caballista. El Capitán dispara su retaco y mata al reo, en un
desenlace, inesperado en su forma. Destacamos que la historia no termina en el
diálogo, sino en una acotación:
La obra se cierra con una exclamación del Capitán,
que comenta su acción: «¡Si no le sello la boca, nos gana la entraña ese
tunante!».
No cabe duda de que la función fundamental del
diálogo ha sido construir la historia, aunque no conduce al desenlace, mientras
que la función fundamental de las acotaciones ha sido dibujar lugares, luces,
sombras, personajes, movimientos, actitudes, gestos, etc. que constituyen el
contexto de la historia. No cabe duda de que el diálogo puede identificarse en
general con el texto literario y las acotaciones con el texto espectacular, pero
no de un modo rígido. El texto literario ha permitido una lectura, con
ambigüedades artísticas frecuentes, y el texto espectacular, también con
ambigüedades artísticas, ha permitido una representación que realiza la
transducción del texto propuesta por el director. Lo que no parece claro es una
consideración cuantitativa y cualitativa de uno y otro texto. No podemos
afirmar que el texto literario es el diálogo y el texto espectacular son las
acotaciones; tampoco podemos decir que el diálogo constituya el discurso
primero y las acotaciones sean el secundario, ya que hemos comprobado que la
ambigüedad propia del texto artístico está en el diálogo y también en el
lenguaje de las acotaciones que sugieren no en forma unívoca la representación,
y hemos podido comprobar que el desenlace, una de las tres funciones
principales de la secuencia trágica, no está dicha en el diálogo, sino por la
última de las acotaciones.
La ley del decoro que impide en la poética clásica
que haya muertes en escena aquí queda preterida por el efectismo del disparo y
de la muerte en escena de El Sordo de Triana, al que desde el título se había
presentado con la modelización propia del género «teatro de siluetas» y se
confirma aquí al decir «dobla la cabeza sobre el hombro, con un viraje de
cristobeta»: la acotación es decisiva para el desenlace y para cerrar el tono
general de la tragedia: una silueta muere como un cristobeta.
El texto dramático parte de la creación de un
autor, que conforma una historia y una forma de teatralidad; ésta será
realizada por el director de escena, que además inicia el proceso de
transducción que llevará a la representación. La representación y el proceso de
transducción están en el texto escrito como una exigencia semiótica derivada de
su carácter dramático.
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